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La “culpa” de contagiar a un ser querido

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Rubén estudiaba hasta hace poco en Buenos Aires. La pandemia lo obligó a volver a Río Grande y a devolver el departamento que alquilaba. De regreso en su hogar, no pudo evitar abrazar a sus padres y llorar juntos por el tiempo que había transcurrido sin verse. Una semana más tarde su papá comenzó con síntomas y dos días después, en la UTI del HRRG, murió. Cuando lo hisoparon, el resultado fue positivo y el médico le dijo “sos un caso asintomático”. Hoy Juan no deja de torturarse una y otra vez pensando que él fue el culpable de la muerte de su papá”.

Esta semana quería traerles un tema muy frecuente, que es la culpa que en muchas personas se desencadena como consecuencia de haber contraído y contagiado a un ser querido de coronavirus. Este sentimiento se incrementa cuando el contagiado sufre efectos graves en su salud o acaece su muerte.

Primero debemos diferenciar dos acepciones en relación a la culpa. Por un lado, hablamos de culpa, como un sentimiento consciente que sobreviene con motivo de la transgresión a una norma, que puede ser legal, moral, cultural, etc., y de la cual cabría desprender cierto grado de responsabilidad por dicho accionar. Así alguien puede sentirse culpable, por ejemplo, porque mintió a otra persona.

“Hay cosas que pasan a pesar nuestro, y querer buscar la razón adjudicando responsabilidades o mediante autorreproches, solo nos hunde en la tristeza y la enfermedad”.

Pero hay otro tipo de culpa, de origen inconsciente (S. Freud) y que amerita primero un pequeño desarrollo. El niño, cuando llega al mundo, no viene con un manual de instrucciones que le indique que debe y que no debe hacer, que es lo prohibido y lo permitido, sino que son conductas que los padres refuerzan mediante “premios” y “castigos”. Los progenitores o los primeros otros que ocupen dicha función, como representantes de la autoridad, son quienes trasmiten ciertas reglas y juicios respecto de lo que se espera de aquel infante y lo que no. Los padres de esta forma le exigen al niño una renuncia a la satisfacción de sus pulsiones, a cambio de su amor. La culpa en esta instancia sobreviene como un “dolor psíquico” por haber traicionado al otro y poner en riesgo su amor.

Estas normas a medida que la persona crece, se introyectan y se convierten en una instancia psíquica (superyó) que juzga y ordena nuestro accionar sin necesidad de que otros nos digan lo que está bien o mal y al mismo tiempo erigen un ideal sobre qué es lo correcto. Entonces la culpa ahora es expresión del conflicto entre la satisfacción pulsional y el amor del superyó (esto es lo que en la cultura se escucha como cargo de conciencia).

Es decir, bajo el sentimiento de culpa, el yo se somete a las órdenes del superyó por temor a perder su afecto. Este sentimiento de culpa se expresa como angustia, necesidad de autocastigo, renuncia, padecimiento, etc.

Este recorrido, que así expresado está puesto en lo singular del desarrollo de un individuo, tiene su correlato en lo colectivo, en lo cultural, que impone al ser humano la renuncia a sus pulsiones, generando malestar. En “El Malestar en la Cultura”, Freud señala que “el precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad.” Cuanto más se reprimen las pulsiones, que al mismo tiempo es el presupuesto que permite vivir en sociedad, más sentimiento de culpa aparece por la percepción de dichos impulsos.

Culpa y coronavirus

Ahora bien, vayamos a pensar cómo se relaciona todo esto con la situación planteada sobre el coronavirus.
Por una parte, hay cuestiones que tienen que ver con la realidad fáctica. El covid-19 es un virus que se caracteriza por la facilidad con la que se transmite, incluso teniendo todos los cuidados indicados para prevenir el contagio. Esto hace que sea muy difícil saber con certeza quién contagió a quién, dónde lo contrajo, etc. Al mismo tiempo, aunque ello pudiera identificarse, la persona que transmitió el virus, no lo contrajo mediante un acto voluntario, sino que también fue contagiada por otro. Al respecto, el psiquiatra Manuel Francescutti señaló que el sentimiento predominante es la culpa: “En general no aparece el temor a morirse o pasarla muy mal. Hay que tener en cuenta que la mayoría de los contagiados tiene síntomas leves. Pero sí se observa el miedo de haber infectado a sus hijos, maridos, esposas, padres, amigos o compañeros de trabajo. Tienen también temor al estigma, a que los señalen porque cometieron algún error, a que los maltraten, cuando (salvo conductas completamente irresponsables, que son las menos) el contagio se da porque el virus es altamente transmisible y nadie tiene la certeza de no infectarse aun cumpliendo con todas las normas”.

“Alguien puede sentirse culpable porque considera que no cumplió con todos los recaudos que pudo haber tenido (lo que en la práctica es imposible) y a raíz de eso, alguien se contagió. Creer que podemos cumplir en un cien por ciento con este ideal, nos deja posicionados como si fuéramos los responsables de todo”.

A pesar de que estas cuestiones que señalé son razonamientos lógicos que todos hacemos, la culpa persiste… entonces ¿de qué nos sentimos culpables? El superyó que antes mencionamos tiene dos subsistemas, la conciencia moral, que refiere a la capacidad para la autoevaluación, la crítica y el reproche y el ideal del yo, que es una autoimagen ideal, un modelo al que sujeto intenta adecuarse. Esto habilita al menos dos lecturas cuando pensamos en el sentimiento de culpa. Por un lado, hay un padecimiento concreto que aparece a la conciencia cuando el yo, no se ajusta al ideal del yo. Entonces alguien puede sentirse culpable porque considera que no cumplió con todos los recaudos que pudo haber tenido (aclaremos que llevado al extremo, es imposible cumplir con todas las recomendaciones) y a raíz de eso, alguien se contagió. Creer que podemos cumplir en un cien por ciento con este ideal, nos deja posicionados como si fuéramos los responsables de todo.
Pero habilitemos otra lectura, en general este sentimiento adviene cuando el contagiado es alguien cercano, un familiar, un compañero de trabajo, sujetos con los que nos relacionamos afectivamente. Como mencionamos en varias notas, toda relación conlleva sentimientos de amor y odio. Dirigimos al otro nuestras pulsiones hostiles, muchas de ellas relegadas a la fantasía. Esa hostilidad, trae aparejada el sentimiento de culpa por incidencia del superyó que nos acusa por esos pensamientos, y que la mayoría de las veces no son asequibles a nuestra consciencia.

“El contagio se da porque el virus es altamente transmisible y nadie tiene la certeza de no infectarse aun cumpliendo con todas las normas”.

Ahora bien, esta culpa puede aparecer desplazada cuando algo malo le sucede a otra persona. Como si un mal fantaseado respecto de un otro, se materializara, adviniendo esa culpa que parece imposible de saldar. ¿Pero a qué vamos con todo esto? A que la culpa que alguien puede sentir en relación a la transmisión del virus (en este caso) y que se carga como un daño realizado a otro, en realidad tiene otro origen. La culpa no está en transmitir COVID-19, porque salvo raras excepciones, alguien no elige y trasmite a sabiendas, buscando hacerlo, sino que la culpa sobreviene porque en algún momento fantaseamos un mal a las personas que queremos.
Frente a ello es importante comprender que los sentimientos ambivalentes son propios de lo humano, y que el hecho de que en algún momento podamos haber dirigido nuestra hostilidad a alguien, no significa que si le pasa algo malo es por nuestra culpa o responsabilidad. Hay cosas que pasan a pesar nuestro, y querer buscar la razón adjudicando responsabilidades o mediante autorreproches, solo nos hunde en la tristeza y la enfermedad.

Diario Prensa

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